martes, 31 de agosto de 2010

Jueves (4)

Se encontraba sentada en la barra de un bar.
Bebía tragos fuertes que contrastaban con su figura delicada y sus suaves rasgos. No le importaba el precio de los mismos, en este bar, las mujeres pagaban la mitad los días jueves.

Bebía porque últimamente su trabajo le disgustaba más de lo normal.
El ser joven y hermosa, junto a más malas decisiones de las que podía contar, era lo que la había encaminado a esa línea de trabajo.

La paga era buena y las responsabilidades pocas, y una vez superado el conflicto moral que sus servicios generaban en ella, era bastante llevadero.
Sin embargo era su “identidad secreta” lo que la animaba a seguir, lo que la mantenía sana y aportaba una sensación de “bien” a su turbulenta vida. Inocente durante el día, trabajadora durante la noche.

No obstante, hacia algunos meses la habían desenmascarado. Los días la obligaban a tomar decisiones radicales y poco a poco sentía que su vida se desmoronaba.
Fue en su tercer trago cuando tomó otra decisión radical, quizás la más importante de su vida.

Se levanto súbitamente y salió lo más rápido que pudo de aquel bar, dejando atrás dinero por sus bebidas y decenas de miradas cargadas de lujuria.
Solo tenía una cosa en mente, y mientras más lo pensaba más rápido se movían sus piernas.

Su concentración se disipo cuando choco con un hombre que venia igual de distraído. Cuando levanto la mirada para disculparse vio que el hombre la detallaba y, segundos después, aparecía en su cara una mueca de disgusto y desaprobación.
Antes que la joven pudiese decir algo el hombre apuro el paso y se marcho sin decir una palabra.

Este hecho no hizo más que reafirmar sus pensamientos. Se prometió a si misma que más nunca, nadie la vería con esa cara.
Mientras recorría las calles apresurada intentando llegar a su destino antes que la oscuridad lo engullera todo por completo, lagrimas comenzaron a descender por sus mejillas.

Se preguntaba una y otra vez como había podido ser tan idiota, como pudo haberle mentido.

Estaba segura y convencida, quizás de tantas veces que se lo repetía, que era una buena persona, que lo que hacia para vivir no la convertía en escoria, que no era completamente su culpa el deber vivir la vida que vivía.
Estaba segura que el pensaba igual, tenía que pensar igual.

Recordó su cara cuando se enteró, recordó la tristeza que ella sintió y la rabia que le carcomía por haber sido tan idiota. Pero también recordó la felicidad, casi palpable, cuando su secreto era todavía seguro.
Todo lo que habían vivido juntos, la manera que su mirada le decía que él no presentía nada negativo sobre ella.

Los recuerdos le hicieron sentir un eléctrico en el estomago. Siempre supo que lo quería, pero fue en ese momento que descubrió que realmente lo amaba.
Comenzó a correr, tenía que llegar cuanto antes, disculparse de nuevo, rogar si era necesario.

A una cuadra de su destino comenzó a escuchar sirenas de alguno de los cuerpos de seguridad que brindaban servicios en su ciudad.
Una gran cantidad de gente se aglomeraba frente al edificio al que se dirigía.

Se abrió camino a codazos entre la multitud hasta alcanzar el otro extremo de la concentración. Lo que ahí vio acabó con toda la felicidad previamente acumulada.

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