viernes, 2 de julio de 2010

Jueves (1)

Subió un día el joven a la azotea, y viendo su ciudad llena de techos y ruidos sordos, se preparó a fundirse con el asfalto.

No era una decisión propia, sino más bien un eléctrico en el estomago que le obligaba a hacerlo, una especie de impulso que lo enamoraba del vacío.

Sin embargo sería errado decir que era una acción completamente impulsiva. Había antes contemplado la idea, en el momento en que se enteró de la verdad. Apenas lo supo surgió en su interior ese eléctrico que se tradujo inmediatamente en un deseo inexplicable de caer. Sin embargo la idea fue rápidamente desechada, el miedo intentaba convencerle que era una idea descabellada. Se obligo a olvidarla.

Pero no fue así. Tanto el eléctrico como la idea insistieron en acompañarlo. Y fue ese día, un jueves, cuando decidió dejar de resistirse a lo que llego a considerar como “una señal del destino”, “la manera perfecta de dejar todo atrás”.

Se asombró en el momento que se subió a la cornisa. Las piernas no le temblaban. Al contar la gente que transitaba la calle, varios metros abajo, ninguna lágrima caía por su cara. No sentía nada. De no ser por su estomago, hubiese estado inmerso en un estado de paz total.

Abrió los brazos. Cerró los ojos. Respiró profundamente. Dirigió su cara al cielo y, lentamente, comenzó a inclinarse hacia delante.

No se dio cuenta del momento en que sus pies dejaron el suelo. No se dio cuenta cuando comenzó a caer. En un principio no sintió nada, luego sintió el viento azotándole la cara. Un viento que había sentido muchas veces antes cuando correteaba de chico con sus amigos. El mismo viento que sentía cuando manejaba con la ventana abajo. El mismo viento que traía el mar cuando se sentaba en sus orillas a ver las estrellas.

De pronto una sensación de terror hizo que abriera los ojos violentamente. Se sintió confundido y el miedo tomo posesión de su cuerpo. El eléctrico de su estomago había desaparecido…

En un último segundo, una lágrima se atrevió a asomarse.

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